Por: Nelsi Rossi https://sanidadespiritual.com/
Aunque el Señor está en lo alto, se fija en el hombre humilde, y de lejos reconoce al orgulloso. (Salmos 138:6)
Partamos de esta verdad absoluta: Dios es el Creador y nosotros somos sus criaturas. Por tanto, examinemos nuestra actitud delante de su majestad, de modo que podamos exaltar su grandeza y se haga evidente nuestra pequeñez.
Dios habita en la eternidad. En la altura y la santidad. ¿Quién podrá tener acceso a su presencia?
Veamos la respuesta que Dios mismo nos da:
“Porque así dijo el Alto y Sublime, el que habita en la eternidad, y cuyo nombre es el Santo: Yo habito en la altura y la santidad, y con el quebrantado y humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes, y para vivificar el corazón de los quebrantados” (Isaías 57:15)
La habitación del Señor ha sido establecida en lo alto, donde también habita la santidad. Sin embargo, Dios se sienta con los humildes. ¿Esto qué indica? Que, si tú y yo quisiéramos ser atendidos, si quisiéramos que Dios extendiese sus alas de misericordia y nos abrigara, indefectiblemente debemos humillarnos en su presencia.
Estimado amigo, yo no quisiera pasar por momentos difíciles como seguramente tú tampoco lo deseas. Pero de algo estoy segura, y tú lo sabes muy bien: ¡Los momentos difíciles son los momentos perfectos para rendirnos delante de Dios!
Algo más, En medio de esos momentos de aflicción, cuando atravesamos el “valle de lágrimas”, éste valle se convierte en un oasis bendecido a causa de la lluvia que desciende de los cielos. (Salmos 84:6)
Y como la lluvia tiene la particularidad de quitar toda sequedad. De oxigenar. Limpiar. Acabar con la contaminación. Hacer producir buenos frutos, y de suplir lo vital, ¡Después nos sentimos aliviados, cuando es quitado todo aquello que enturbia la fuente de nuestro corazón!
¡Gloria a Dios, que después de haber vertido nuestras lágrimas en la redoma de Dios, y después de haber recibido su lluvia, recogemos nuestra preciosa cosecha! ¡Aleluya!
Sean cada uno de esos momentos bendecidos,
Que me llevaron a clamar e inclinar mi cabeza.
Pues, es precisamente cuando yo he entendido,
Que ante el Señor debo humillar mi “grandeza”.
Porque, ¿Quién es el grande sino solo el Señor?
Reconozcamos entonces su poderío y majestad.
Asumamos la posición correcta ante sus ojos,
Sin orgullo, sin altivez, sin amargura, sin enojo.
Presentémonos delante de Dios con humildad.
Gracias demos al Padre Eterno por su amor,
Al que, habitando en un trono alto y sublime,
No por eso deja de atender nuestra condición.
Sino que escucha atentamente nuestro clamor,
Y con la preciosa sangre de Cristo nos redime.
Éste es el Dios clemente que tú y yo tenemos,
Quien no nos desprecia cuando lo buscamos.
Atiende la confesión humilde que le hacemos,
Y vivifica el corazón cuando nos humillamos.
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